Un retrato dulcemente desgarrador sobre la discapacidad mental en “La tita” de Rafaela Lorca

Un retrato dulcemente desgarrador sobre la discapacidad mental en “La tita” de Rafaela Lorca

«Tita», pronuncié con dificultad cuando aprendí a hablar. Desde entonces ya estabas tan presente en mi vida como papá y mamá. En las familias de otras niñas de mi edad, además de padres y hermanos, vivía alguno de sus abuelos; en otras había una «tata», la niñera que las cuidaba. La mía, tenía una «tita» que eras tú, tita Lina.’

Esta es la voz de Jimena, la hija mayor de una familia andaluza cuya infancia transcurre entre los límites del río Genil, la escuela de monjas, la tienda familiar de ultramarinos, y las intrincadas cotidianas experiencias que atraviesa junto a su tita Lina, la mujer con discapacidad mental que la acompaña desde niña.

Jimena es la narradora de esta historia en primera persona, pero esta voz, no puede concebirse separada de la voz de Rafaela Lorca, la autora las novelas “Almudena Montiel: Huérfana en la posguerra” y “La tita”, ambas historias costumbristas y realistas ambientadas en el sur de España.

¿Qué es lo que hace a “La tita” una novela tan singular y dulcemente desgarradora?

Tal vez, que a través de la escritura honesta y corpórea, la autora nos muestra retazos de su memoria, como marcas en la piel, que se entremezclan con la ficción para brindarnos un retrato verosímil, duro y hermoso de las inquietudes, reflexiones y aprendizajes propios de la infancia, adolescencia y adultez.

“Aquel día empecé a verte diferente. Todas eran gordas y tú delgada. Se sentaban juntas de dos en dos y tú, sola. Todas estaban casadas y tenían hijos y tú eras soltera. Mientras las demás habían avanzado en sus aprendizajes tú seguías intentando copiar tu nombre día tras día, sin memorizar la sucesión de las letras, como si de un dibujo sin significado se tratara. A la salida, por el camino de vuelta a casa, aquellas mujeres tan resueltas en su vida cotidiana hablaban de la comida que pondrían al día siguiente, de sus maridos, de la gracia que tenían sus hijos, de que todas las que se apuntaron a las clases eran mujeres porque a los hombres, de ser analfabetos como ellas, los enseñaban en el Servicio Militar si tenían la valentía de dar un paso al frente y reconocer su analfabetismo. Tú ibas la última, solitaria, sin aportar chispa o dichos que avivaran la conversación y las risas distendidas del grupo. —Vamos, Lina. ¡No te quedes atrás! —alertó una de ellas. —¡Déjala! Hoy lleva a su sobrina de la mano. Me pareció que esa tarde se habían aliviado de la carga que representabas para ellas.”

Un libro que, como un río, nos transporta por la vida de esta niña que crece con la fuerza del asombro, y reconstruye a través de las palabras el significado de los vínculos más fuertes, aquellos que se tejen en el interior de las familias.

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«Tita», pronuncié con dificultad cuando aprendí a hablar. Desde entonces ya estabas tan presente en mi vida como papá y mamá. En las familias de otras niñas de mi edad, además de padres y hermanos, vivía alguno de sus abuelos; en otras había una «tata», la niñera que las cuidaba. La mía, tenía una «tita» que eras tú, tita Lina.’

Esta es la voz de Jimena, la hija mayor de una familia andaluza cuya infancia transcurre entre los límites del río Genil, la escuela de monjas, la tienda familiar de ultramarinos, y las intrincadas cotidianas experiencias que atraviesa junto a su tita Lina, la mujer con discapacidad mental que la acompaña desde niña.

Jimena es la narradora de esta historia en primera persona, pero esta voz, no puede concebirse separada de la voz de Rafaela Lorca, la autora las novelas “Almudena Montiel: Huérfana en la posguerra” y “La tita”, ambas historias costumbristas y realistas ambientadas en el sur de España.

¿Qué es lo que hace a “La tita” una novela tan singular y dulcemente desgarradora?

Tal vez, que a través de la escritura honesta y corpórea, la autora nos muestra retazos de su memoria, como marcas en la piel, que se entremezclan con la ficción para brindarnos un retrato verosímil, duro y hermoso de las inquietudes, reflexiones y aprendizajes propios de la infancia, adolescencia y adultez.

“Aquel día empecé a verte diferente. Todas eran gordas y tú delgada. Se sentaban juntas de dos en dos y tú, sola. Todas estaban casadas y tenían hijos y tú eras soltera. Mientras las demás habían avanzado en sus aprendizajes tú seguías intentando copiar tu nombre día tras día, sin memorizar la sucesión de las letras, como si de un dibujo sin significado se tratara. A la salida, por el camino de vuelta a casa, aquellas mujeres tan resueltas en su vida cotidiana hablaban de la comida que pondrían al día siguiente, de sus maridos, de la gracia que tenían sus hijos, de que todas las que se apuntaron a las clases eran mujeres porque a los hombres, de ser analfabetos como ellas, los enseñaban en el Servicio Militar si tenían la valentía de dar un paso al frente y reconocer su analfabetismo. Tú ibas la última, solitaria, sin aportar chispa o dichos que avivaran la conversación y las risas distendidas del grupo. —Vamos, Lina. ¡No te quedes atrás! —alertó una de ellas. —¡Déjala! Hoy lleva a su sobrina de la mano. Me pareció que esa tarde se habían aliviado de la carga que representabas para ellas.”

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